Mi esposa se lució con la sirvientita que contrató hace días para que limpie la casa. Una morra que viene de la sierra con muchas ganas de trabajar, pero también con ganas de empistolarse al dueño de la casa (o sea yo) y pues a quién le dan pan que no llore. La morra casi me pasaba las nalgas por mis rostro cada vez que limpiaba la sala, mientras yo leía el periódico. Se agachaba, se levantaba, me dejaba ver más allá de donde debía, piernas, muslos, casi las nachas y cuando le tocaba limpiar, sus ricas chichis me pedían a gritos que me las comiera de lo apretaditas que lucían en el uniforme de la morra. Un día no me aguanté y me fui a empotrar a esta morra en su habitación y ¡qué buena cogida le di!
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